La vieja Slouse, la mujer, estaba como petrificada detrás del mostrador. Calculamos que se pondría a crichar asesinos si le dá-bamos tiempo, así que pegué la vuelta al mostrador muy scorro y la sujeté, y vaya paquete joroschó que era, toda nuqueando a perfume y con los grudis flojos que se le bamboleaban como flanes. Le apliqué la ruca sobre la rota para que dejase de aullar muerte y destrucción a los cuatro vientos celestiales, pero la muy perra me dio un mordisco grande y perverso y yo fui el que crichó, y ella abrió lá bocaza chillando para atraer a los militsos. Bueno, hubo que tolchocarla como Dios manda con una de las pesas de la balan-za, y después darle un buen golpe con una barra de abrir cajones, y ahí le salió la colorada como una vieja amiga. La tiramos al suelo y le arrancamos los platis para divertirnos un poco, y le dimos una patadita suave para que dejara de quejarse. Y al verla ahí tendida, con los grudis al aire, me pregunté si lo haría o no, pero decidí que eso era para después. De modo que limpiamos la caja, y las ganancias de la noche fueron joroschó, y después de servirnos algunos paquetes de los mejores cancrillos, hermanos míos, nos largamos a la calle.
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